Aquí
estoy, frente a una casa vacía materialemente, pero cargada de
recuerdos y sentimientos, la casa de Amanda. La casa dónde algún
día fui feliz, dónde descubrí lo que era eso que llaman
“felicidad”. Abro la puerta con miedo, no sé lo que me voy a
encontrar. La puerta cede fácilmente al girar la llave. Está
completamente vacía. La cocina situada a la derecha, solo tiene las
estanterías, y poco más, los aparatos eléctricos se los habrá
llevado la familia, supongo. Entro despacio, temblando, me siento en
el suelo. Quizá acostarme sería lo mejor. Lo hago. Dejo que mi piel
roce el suelo, dónde meses antes le hacía el amor a la mujer de mi
vida. Mi mano acaricia los azulejos y por un instante el frío se
agarra a mis venas y consigue recordarme la frialdad con la que
Amanda me sonreía al final de todo. Una frialdad tan helada, tan
dolorosa, que tan solo recordarla duele más que mil puñales. Me
levanto despacio, me siento un poco agobiado y la cabeza me da
vueltas constantemente. Salgo de la cocina como si pensara que
aquello iba a aliviar algo. Giro la cabeza hacia la izquierda, allí
se supone que está el salón. Un salón vacío, donde antes había
sofás, cuadros, muebles, un televisor antiguo, libros, cd’s , y un
sinfín de fotografías que seguramente la familia de Amanda se
encargó de quemar. De nuevo el sentimiento de desvanecimiento
regresa, y por un segundo siento que todo me empieza a dar vueltas.
Me remonto al verano pasado y me veo sentado con Amanda sobre mi,
abrazandome y besandome. Y no exagero si os digo que jamás he
provado unos labios como los suyos, ni unos abrazos tan cargados de
sentimiento. En tan solo medio segundo vuelvo en mi. Salgo del salón
y subo las escaleras lentamente, recordando cada noche en la cuál la
subía en brazos cuando caía rendida en el sofá, o cuando mi lado
romántico salía a la luz. Llego al piso de arriba, y a la derecha
está una pequeña habitación pintada de rosa. Esa habitación
provoca un estremecimiento dentro de mi. ¿Qué pasaría si Amanda no
hubiera muerto? Tantas veces habíamos soñado con tener hijos, una
hija. Y ahora, allí está, vacía. Todo lo que soñé, todo lo que
esperé, todo lo que deseé, resumido en cuatro paredes. Necesito
salir de allí. Continúo andando hacia justo al lado de esa
habitación. Hay un armario con un espejo enorme situado a la derecha
de donde antes había una cama de matrimonio. Me acerco hacia la
ventana y contemplo el jardín, ahora lleno de hierbajos y matorrales
del tamaño de quién sabe qué. Me acerco a dónde debería estar la
cama, y acaricio el cabecero que todavía queda. Recuerdo las
innumerables noches que pasé a su lado, los abrazos, los besos, los
“buenas noches, amor mío” , todos y cada uno de los besos al
acostarnos y al despertarnos… Ahí es cuando mi mente dice: PARA.
Necesito parar. Me desvanezco, me caigo al suelo. Desde allí
recuerdo cuando ella me abrazaba en mitad de la noche y me decía
cuando pensaba que yo ya estaba dormido algo como: “Jamás pensé
que llegarías, pero no te vayas… no te vayas por favor…” , o
un simple pero tan completo “Te amo”. Y mi mente no puede, y mi
corazón desea salir de mi cuerpo, y las lágrimas resvalan y todo a
mi alrededor da vueltas constantes. No puedo hacer nada para
evitarlo. Salgo corriendo de allí y entro en el baño, impecable.
Nadie había tocado nada. Todo en su sitio, el maquillaje de Amanda,
los cepillos de dientes, los champús, las toallas, pero yo no
consigo pensar. Solo tengo su imagen en mi cabeza, y la última vez
que la vi con vida, la última sonrisa que me dedicó. Necesito huír
de los recuerdos, de la vida, de todos. En casi un último intento
agarro unas tijeras, las llevo hacia la muñeca sin pensarlo ni tan
si quiera una vez, lo siguiente que recuerdo es mucha sangre, y que
me desvanecí. Allí dónde todo empezó, todo acabó. Allí dónde
todo era vida, fue muerte. Allí dónde amé vivir, amé morir.
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